La trabajadora social v1.0

Había concertado cita previamente, con casi un mes de antelación, para tratar un asunto referente a mi madre, con la trabajadora social del centro de salud correspondiente al barrio en el que malvive. Hoy, día de la cita, llego, espero, es la norma, esperar y esperar en los centros de salud, hasta que se abre la puerta y una mujer bajita y regordeta embutida en una bata blanca me mira como a una parte más del escaso mobiliario del pasillo en el que está la hilera de sillas en las que me he acomodado y me dice que espere. No tengo problema, le contesto confiado, tranquilo, y espero lo que haga falta. Se mete. Al cabo de varios minutos sale de nuevo y me pregunta si vengo en relación a tal o cual persona, suelta un par de nombres con sus correspondientes apellidos. Le digo que no, le digo que vengo en nombre de mi madre, que tengo cita, le extiendo el papel, y lo mira como extrañada. Esta cita la he cancelado, me dice. Le pregunto que eso por qué. A tiempo real uno no se da cuenta de que una incredulidad inconcebible empieza a acariciarte los testículos por la parte de abajo. Y se van recogiendo poco a poco. A partir de ahí, de ese breve intercambio de palabras, somos dos personas opuestas por el vértice de los acontecimientos. De mala gana me hace pasar, le pido que me explique, me dice que mi madre ya ha acudido al centro y que las cosas que había que solucionar van por su cauce. Está evidentemente a la defensiva conmigo. Las palabras y los gestos bailan al compás del miedo. Algo ha hecho mal y lo sabe. Yo, en lo referente al motivo que me trajo al consultorio pienso: mal y bien. Bien porque el asunto de mi madre parece que coge inercia e intención de solucionarse. Mal porque empezamos mal, seguimos mal y, en cualquier descuido, acabaremos mal. Como si se dirigiera a un niño al que está regañando me dice que lo primero que tenemos que hacer, el tenemos me suena a tienes, es coordinarnos mejor en la familia y solucionar nuestros problemas. Hablar, entenderse, supongo que se refiere. Lo último que yo esperaba, una intromisión en una vida ajena, la mía, la de mi familia, en algo tan complicado así, en el primer turno, y con retórica de cuñada incendiaria en comida o cena familiar. Cambio de postura, me adapto a la nueva circunstancia, actúo por instinto. Qué remedio. Le contesto que ese es un problema muy complejo que se arregla bien de palabra pero mal de obra. Que por eso estoy aquí. Que a lo mejor hace falta un mediador. No me puedo poner a contarle mi vida, la de mi madre, la de mis hermanos y la de mi abuela de paso, que sería lo pertinente, a esta señora provocadora a la primera de turno. No es momento, no da tiempo, no es el sitio ni la persona. Se me hace difícil acepta la idea de que eso se lo tenga que explicar yo a una persona que es, precisamente, Trabajadora Social, con mayúsculas. Supongo yo que bregada en conflictos, un técnico, debería ser, de las relaciones humanas. Alguien con experiencia y con tacto. En fin. Ella, en lugar de escuchar, de hablar, se enroca y decide ponerse a salvo abriendo fuego con las baterías de detrás de las murallas, los baluartes, lo que sea que tenga esta mujer en ese momento dentro de su extraña cabeza. El problema es mío, es más, yo soy el problema. Es mi actitud. Le estoy levantado la voz, faltando al respeto. La trinchera del funcionario contrariado. La excusa perfecta para no escuchar, para justificar su agresividad presente, aunque ya estuviera ahí, delante de mí, desde el primer momento. Yo intento explicarme. explicarle, que es más difícil, que estoy frente a ella después de un largo recorrido de vivencias, conflictos, conversaciones con personas en situaciones similares que saben más que yo y alguna que otra profesional de la sicología. Que el problema es bastante grave y que, por supuesto que agradezco sus esfuerzos. Que a estas alturas se trata de la supervivencia de mi madre y lo demás es secundario, puede esperar. Es lo que me han dicho las que sabían más que yo, todas mujeres, como ella. Como conozco a mi madre, sus periodos de lucidez, su eficacia manipulando personas desde siempre, una capacidad que en los momentos álgidos permanece intacta, intento, ingenuamente, que se haga una idea de que el cuadro no es como se lo han podido pintar a ella con un par de brochazos a lo expresionista abstracto. Uno, el de sus ingresos en el Hospital con la saturación de oxígeno por los suelos y mis hermanos echándose las manos a la cabeza porque de esta ya no sale. Dos, el de que te la encuentres en la cama, orinada y defecada, pensando que está en 1996. Tres, el de que está sin diagnosticar, tratada de lo que no es, y eso no lo digo yo aunque lo esté diciendo, simplemente es que lo repito. Cuatro, el de sus dieciséis horas al día con las gafas del oxígeno. Cinco, el de que insiste en vivir sola, en su piso, no le hables de ir a un sitio donde coma a las horas, lo que debe, acompañada por otras personas de su generación, entre gente que vela por su salud y por su higiene. Seis, higiene, el de que va mucho más de un año, y de dos, sin ducharse ni bañarse. Siete, la compañía, el de que está fundamentalmente sola, ha roto prácticamente con todas sus amistades, ha discutido con todas las señoras mayores del barrio. Ocho, me he pasado de pinceladas, lo sé, pero es que quiero que comprenda a pesar de que veo en ella una resistencia infinita, quiero que hablemos, que nos entendamos. Quiero ayudar a ser ayudado a ayudar a mi madre a que pase lo más dignamente posible los últimos y en muchos aspectos peores años de su única vida. La funcionaria no escucha, no quiere, y me dice que no le dejo hablar, está interpretando un papel, el de dama ofendida, pero no cuela, es imposible. No cuela porque esto estaba así cuando llegué y no puede colar de ninguna manera. Me doy cuenta de lo que pasa. Mi madre y mi hermano han estado hablando con ella, han dicho lo que les ha parecido, han expresado su punto de vista, interesado, engañoso, retrógrado, y esta chica, universitaria mediocre, joven, mal preparada, carente de todo genio, se lo ha creído de cabo a rabo. Ha formado bandos, ha tomado partido, ha escogido víctimas y verdugos. Me tocó. Por fin me harto de tanto teatro y falta de profesionalidad. Mi tiempo tiene valor, como el suyo, como el de cualquiera, le pregunto que si esa cita se ha cancelado entonces por qué nadie me ha avisado para que no acuda. Aquí no figura tu teléfono. Me importa tres cojones, le digo, me siento agraviado mucho más de lo que voy a explicarle jamás en la vida, pero aclaro con seriedad, con dureza, sin levantar la voz, no sea, que esa no es manera de hacer las cosas, que es una falta de respeto y de consideración imperdonable. Sobre todo cuando nadie se disculpa. Yo he acudido porque me ha enviado una compañera suya que me pidió todos mis datos: nombre, dirección, teléfono de contacto. Ellas dos se han coordinado, han comenzado su intervención para actuar sobre la situación, grave, que yo le planteé a la otra Trabajadora Social en un primer momento. ¿Pero luego ella no me llama para avisarme de que ha cancelado la cita? ¿He perdido la mitad de la mañana por nada de nada y encima soy yo el maleducado? No responde, el estafermo está desmantelado. Me levanto. Me disculpo si en algo la he ofendido, no era mi intención. Por supuesto. Me voy. Disgustado. Enfadado. Entré contento, fui educado con todo el mundo, esperando comprensión y ayuda. Consejo, sabiduría. Había entrado en un Centro de Salud a hablar con una Trabajadora Social. Ingenuo. Idealista. Aún con menos vida por delante que por detrás lo soy como siempre lo he sido y siempre lo seré. Topé, sin embargo, con una persona vulgar, con sus prejuicios, con su parcialidad. Con su poca empatía y su poca solidaridad. Con su poca o ninguna competencia.

algunas películas para cualquier invierno que no nieva

Smila, misterio en la nieve

El albornoz v1.2

De pequeño escribía cuentos, es decir, pequeños relatos protagonizados sobre todo por príncipes y animales valientes como los que aparecían en la televisión que siempre acababan bien, en boda en algún caso, imitando y de ese modo aprendiendo el esquema clásico de una historia, que me granjeaban una desmedida atención e incluso admiración, fundamentalmente dentro del núcleo familiar; los intentos de buscar lectores fuera de este fueron amargos pero aleccionadores y aprendí a valorar también esto con el paso del tiempo, perdiéndome para siempre en un más allá necesario que me alejó lo suficiente de mi originaria y profundamente vanidosa búsqueda de la gloria por la vía rápida. Un pequeño rubio de ojos azules que intentaba dar continuidad a todas aquellas maravillosas —y por supuesto que hace tiempo ya olvidadas— sensaciones que encontraba en los dibujos animados de la Disney, en las películas navideñas y, en resumen, en todas aquellas chorradas, tan certeras como letales, a las que, como se dice hoy en día por cualquier cosa con cierto orgullo de gurú de tercera división, me había enganchado. Pobre de mí, como si yo hubiera dispuesto de la oportunidad de elegir todo aquello que iría moldeando la imaginación, los gustos, los miedos incluso que, en última instancia, me definirían como adulto algún día de aquel seguro porvenir con el que los mayores, en la familia, en la escuela, hasta en la calle si se daba la circunstancia, intentaban azuzarme para que me espabilase.
Alternaba aquellos relatos con la composición de pequeños poemas igual de ilusos que brotaban de mis silencios casi espontáneamente, repletos de frases cariñosas hacia casi cualquier ente, animado o inanimado: mi madre, la casa donde vivíamos, el campo que pisábamos de cuando en cuando —como para recordarnos que la vida en la ciudad no había sido otra cosa que un trasplante más o menos necesario que nos había privado de un montón de elementos importantes, fundamentales incluso, que conformaban el centro mismo, la esencia, de nuestro ser animal—, o el puñetero bolígrafo azul con el plástico de la punta casi roto del todo con el que yo escribía y escribía, apremiado por el miedo casi constante al día en que se acabase la tinta y el preciado objeto hubiese de ir al cubo de la basura, arrojado por mis propias manos, posible y más que probablemente obligado por mi abuela.
En todos aquellos años solo recuerdo un único bolígrafo: ese, aquel —aunque supongo que hubo otros igual de básicos, bic cristal escribe normal—, que al final resultó no ser más que un recambio de cierta marca con el que reemplazar la cápsula de tinta que se hubiera agotado en un bolígrafo de los de verdad, de aquellos metálicos que usaban los mayores y que ofrecían maravillosas posibilidades, como la de sacar y meter la punta a golpe de dedo pulgar o la capacidad de ir prendido del bolso interior de la americana gracias a su lengüeta superior. Mi presupuesto no daba para tantos extras y eran tiempos de conformarse con lo que tenías y dar gracias a dios porque otros niños se morían de hambre y de necesidad, lo cual no veo tan desacertado, la verdad, en perspectiva.
Tengo un portátil de gama media baja que ha sido viejo desde el día en que lo compré de segunda mano, obsoleto, que es otra palabra que como sociedad hemos aprendido recientemente y la rumia hasta el más pardillo, pero se acabaron los cuentos y la poesía, adiós a la fantasía y a la lírica, aunque tengo por ahí perdidos en un disco duro unos cuantos archivos punto doc de hace mil años con los primeros capítulos de una novela de ciencia ficción con la que tenía la intención de renovar el género y, de paso, la literatura española y universal, con dos cojones. En él escribo reseñas sobre novedades editoriales para gente insuficientemente culta y aburrida en una de las últimas páginas güeb en castellano que se precian de seguir ofreciendo cultura de calidad, de la de las mayúsculas, a los escasos lectores que aún sigan interesados en ella, culturetas irreductibles, permanentes y tenaces como cualquiera de los que se saben elegidos para sostener a la humanidad en nombre de todos sin el consuelo siquiera de haberse presentado como voluntarios. Yo también soy uno de ellos, por eso nos llevamos tan bien, aunque tengamos nuestras diferencias de cuando en cuando.
Tengo cumplidos casi cuarenta, al mismo ritmo y con el mismo panorama que cuando cumplía los casi treinta, o muy parecido, y estoy prácticamente seguro que todavía estoy un poco mejor que cuando llegue a los casi cincuenta, y más allá no me atrevo ni a mirar. Vivo solo y en el piso de mi madre desde que falleció, que murió, qué más da, tropezando con los mismos muebles medio rotos, sucios y desgastados, que dejó dentro, con el resto de sus cosas y de sus olores, a los que debo de haberme acostumbrado porque no he hecho nada para que cambien, si acaso dejar de cocinar, y sin embargo no me doy cuenta de que la casa huela de ninguna manera especial. Con el dinero que gano puedo asegurar —y aseguro— que me siento afortunado de tener un techo y un suelo conectados por las paredes oportunas, aunque en alguna de ellas ya falte alguna puerta que en su momento sí que hubo. Como un pequeño imperio, uno mínimo, atómico, diría yo, he ido decayendo lentamente, muy lentamente, de una situación de muy poca gloria pero mucha honra a donde ya no queda nada de la una ni de la otra, evitando de este modo los politraumatismos y erosiones que provocaría el impacto contra la miseria casi perfecta. Un impacto involuntario aunque supongo que no del todo inmerecido; probablemente, muy probablemente, más que justo y apropiado.
Durante un tiempo estuve viéndome con una mujer con la que mantuve una cierta relación que no sé muy bien cómo explicar; todo lo mío tiene otro color, otra manera de suceder, una sensibilidad aparte del resto del mundo que es difícil de comunicar incluso en una conversación amistosa, por íntima que sea. Esta mujer y yo —no digo esta chica porque no tengo ningún reparo a que las niñas dejen de serlo para hacerse mujeres, no me dan tanto miedo—, reconocíamos nuestro propio fracaso en el otro, nuestra propia indefensión, nuestro merecido castigo, y por eso no recelamos mutuamente al irnos acercando —después de conocernos como casi todo el mundo, por casualidad— hasta poder hablar: poco, muy poco, e incluso hacernos el amor: mal, muy mal. Para esto del sexo entre nosotros no encuentro ninguna otra expresión más apropiada, la verdad, porque follar no es que folláramos, de hecho no llegué a penetrarla en ninguna ocasión, no sabíamos. Al decir amor también exagero, porque dicho concepto supone implícitamente una serie de sentimientos entre las personas que en nuestro caso tampoco se daban, aunque sí cierta ternura como entre dos marionetas. Se podría añadir que intentábamos aparearnos con torpeza canina, sin mirarnos una sola vez a los ojos, hartos ya de continuar descifrando el sino de nuestras vidas en las miradas de los demás.
Fui yo el que puso término a nuestra relación un domingo por la tarde, habíamos pasado juntos la noche anterior y estaba a punto de ducharme, no podía acabar de creerme lo que aquella desdichada me había dejado como recuerdo de su paso por mi casa, a la suya íbamos raramente, tampoco era más luminosa ni habitable, un cuchitril en todo caso. Estaba desnudo sobre la alfombra húmeda, sucia y despeluzada, a punto de entrar en la bañera, no tengo plato de ducha ni dinero para mandar poner uno y ni mucho menos habilidad para comprar uno barato en una de esas grandes superficies comerciales orientadas al bricolaje y ponerlo yo mismo. Mi cuarto de baño está en el fondo de la madriguera, una habitación pequeña, sin ninguna ventana, mal iluminada por una bombilla que no consigue arañar un rayo de luz a los mosaicos blancos y rosas que el tiempo —y lo que no es el tiempo— han ido oscureciendo y desdibujando. Al menos no hay manchas de humedad, aunque la pintura del techo está parcialmente desprendida y hay un par de grietas en lento desarrollo que espero que no signifiquen nada serio a corto plazo. No recordaba exactamente si ella había entrado al baño a nada, estaba seguro, eso sí, de que no se había duchado en mi casa, nunca lo hace, supongo que intenta, lo mismo que yo durante las veinticuatro horas del día, no lo sé con seguridad porque nunca lo hemos hablado, ocultar su rastro a los depredadores, que más o menos son todos los demás miembros de la especie. Y sin embargo, en la manga del albornoz, bien visible y extensa, había una mancha de color chocolate que tenía muy claro que yo no había puesto allí y que el día anterior no estaba. Al acercarme a la prenda para comprobar aquel pringue y pegar la nariz, antes de arriesgarme a tocarla, no me quedó ninguna duda, era caca.
Fundamentalmente nos comunicábamos a través de mensajes de móvil, así que cuando dejé de contestarle los que ella me enviaba no pasaron demasiados días hasta que, sin pedirle yo a ella ninguna explicación —tal era mi sorpresa y mi indignación—, ni pedírmela ella a mí por mi silencio —supongo que consciente de su canallada y demasiado avergonzada incluso para ofrecerme una disculpa—, dejamos de saber el uno del otro y perdimos el contacto, imagino que para siempre.
No más mujeres, me dije, son todas unas cerdas de nacimiento y sin remedio, por eso algunas están completamente obsesionadas con la limpieza, como si les fuera la vida en ello. Bragas sucias por todos los lados, la regla a todas horas, con su arsenal de salvaeslips, compresas y tampones sangrantes tirados en cualquier sitio, y ahora encima esto, se limpia el culo en la manga de mi albornoz, hasta aquí podíamos llegar, recuerdo que pensé, profundamente aliviado después de otro de mis habituales ataques de ira, que experimentaba cada cierto tiempo por el motivo que fuese. Lavé el albornoz, él solo en la lavadora, me daba mucho asco juntar los excrementos de esta tiparraca con el resto de mi ropa, aunque estuviese ya sucia, lo tendí a secar en la cuerda sobre el patio y volví a mi poco atareada e infeliz vida de personaje de cuento triste y sin moraleja.
Pasó una semana desde aquello y luego otra, como había ido perdiendo el contacto con los compañeros del instituto y de la carrera apenas me veía con nadie, así que pasaba la mayor parte del tiempo leyendo o releyendo los libros de la biblioteca de mi madre, con su letra pequeña y el olor del papel que, por otra parte, no aprecio en absoluto. Agatha Christie y su remilgado detective Poirot fueron despertando en mí un paulatino interés que transgredió la mera búsqueda del entretenimiento, la mera curiosidad que a veces provoca la falta de norte, mi brújula se había puesto a dar vueltas sin sentido poco después de cumplir la mayoría de edad, aunque ya había dado signos evidentes de avería a partir de los trece o catorce años, a más tardar. Fiestas en casa: jajajajá, qué gracia me hace. Invitado a casa de otra persona, aunque solo sea para tomar un café: me parto. Los que en su momento fueron mis amigos están, a estas alturas, casados en su mayoría, tienen hijos y su vida social transcurre dentro de la geometría que generan ese par de axiomas inquebrantables, punto redondo, además ellos tienen dinero y, aunque no sea demasiado, afinando en sus prioridades, les sobra para darse algunos caprichos que comparten para los que yo no puedo desviar ni una sola gota de mi pequeño caudal de divisa europea digitalizada. Lo poco que cobro me llega directamente a la cuenta y me entero por las notificaciones del móvil, y lo gasto de igual manera, sin llegar a verlo ni a tocarlo, y sin emplearlo en otra cosa que no sea el pago de los recibos: internet, la luz, la comunidad, la comida y hasta aquí puedo leer. Llevo con las mismas zapatillas, los mismos pantalones vaqueros, cuatro camisetas y la misma cazadora más de quince años y aquí sigo, menos mal que soy sedentario y simple hasta casi el cero absoluto.
Sé que fue un puto martes porque me levanté bastante pronto —los martes son los días que me paso escribiendo hasta que prácticamente termino el trabajo de toda la semana— y con un dolor en el cuello que casi no me dejaba mover la cabeza en ninguna dirección —lo que me obligó a estar ese día y el siguiente mirando al frente como un muñeco—, algo tan molesto como rutinario debido a la calidad y el estado de la almohada y el colchón en los que duermo. Yo seguía dándole vueltas al tema de la mierda en el albornoz. Me acerqué hasta el armario del baño, donde guardo los medicamentos y poco más, a ver si me quedaba algún ibuprofeno que me aliviara la contractura, o lo que fuera que me torturaba, y me podía concentrar lo suficiente para terminar un par de reseñas que seguían pendientes y en las que hablaba de un par de libros, estúpidos y absolutamente innecesarios, que dos escritoras guapas, ñoñas y desvergonzadas, habían lanzado aprovechando las oportunidades inmerecidas que recibían algunas mujeres como ellas por el mero hecho de mear sentadas. Ser feminista en público implica sobrellevar cargas importantes como esa sin decir ni pío. Que el tiempo hablara por mí, había decidido después de morderme la lengua y envenenarme de rabia infinidad de veces. En ese momento mi vida dejó de fluir áspera pero silenciosamente y se frenó en seco hasta que se detuvo con toda la inercia que de otro modo nadie en su sano juicio es capaz de percibir. En el reflejo cubierto de manchas del espejo degradado del armarito, se distinguía claramente una figura oscura de forma irregular sobre la manga de algodón deshilachado y deslucido de mi bata de baño desde tiempos remotos.
Era imposible, nadie había entrado en mi casa desde que mi triste compañera había salido para no volver, y afrontaba con extraordinario estupor y una cierta ansiedad la confirmación olfativa de que aquellos excrementos estaban ahí, apestando entre mis manos mientras sujetaba la manga con mucho cuidado de no cortarme con la mierda, que decía mi abuela. El resbalón era similar al que había provocado mi furia la primera vez, si acaso un poco más denso, no quiero entrar en detalles sobre ese punto, es grotesco e innecesario. Mira que le di vueltas a la cabeza ese día y los que le siguieron, aterrado por un suceso que se me hacía imposible y, aunque me negara a reconocerlo, sobrenatural.
Durante la semana siguiente visité el albornoz limpio, no tuve otro remedio que volverlo a lavar, colgando blandamente de la percha, junto a la bañera, como si se tratara de un familiar enfermo al que debía atender en sus necesidades las veces que fuese necesario. Miraba con inquietud la manga como si la mancha fuese a aparecer de la nada ante mis ojos. Necesitaba con la máxima urgencia una explicación para la segunda calcomanía y si hubiera sucedido, si de pronto aquella porquería hubiera brotado y se hubiera expandido sobre la tela como un próspero crecimiento bacteriano, creo que habría encontrado más alivio que sorpresa frente a la visión de aquel suceso extraordinario, tal era mi estado de confusión en ese momento. No conseguía tranquilizarme para dormir bien por la noche y daba tantas vueltas que la ropa de mi cama —bastante bastante sucia, por cierto, de no cambiarla durante meses— aparecía en el suelo al despertarme cada mañana, confuso y terriblemente cansado. El café turbio y amargo, malsano a la fuerza, que siempre había sido capaz de despejarme lo suficiente para trabajar, dejó de hacer su efecto, me costaba levantar los dedos sobre el teclado para dar con la letra adecuada y no digamos ya buscar las palabras, formar las frases que en última instancia me alimentaban a base de excesos y carencias nutricionales a punto de caducar que no me permitían hacerme demasiadas ilusiones respecto a mi esperanza de vida.
Fue también otro martes, creo, cuando otra mancha detestable salida de la nada hizo que, preso de la impotencia y sumido en una rabia combustible y flamígera, tirase el albornoz, aún con la mierda encima, al contenedor más cercano al portal de mi casa. Desesperado, compré otro, las marcas blancas no daban más de sí para evitar el estrago, pero me pareció necesaria aquella inversión, sin saber muy bien qué otra cosa podía yo hacer ni a quién podía yo responsabilizar por todo aquel asunto tan asqueroso como pueril. Moví pieza sin estrategia ninguna y sin conocer siquiera las reglas del juego. La partida, a la fuerza, tenía que estar perdida y eso me horrorizaba.
De todo aquello han pasado más de cuatro meses. Entro en el baño cada mañana al levantarme para darme una ducha después de cagar, cada día después de comer para lavarme los dientes, cada noche antes de ir a la cama para echar la última meada, sabiendo que no voy a dormir ni siquiera un minuto, intentando predecir el día en que la mancha aparecerá de nuevo, con su forma irregular, siempre distinta, igual de repugnante, fétida y pegajosa, como hace siempre. He intentado salir del bucle por todos los medios, incluso limpiándome yo mismo el culo en la manga, para ver si así no aparece la otra. Ha sido inútil, de momento nada ha funcionado, si lavo la mierda vuelve a aparecer, tarda unos días, como siempre, pero nada más, no hay vuelta de hoja. Me siento agotado, física e intelectualmente, al borde del colapso, sin poder contarle a nadie una historia tan ridícula e inverosímil —no sé a quién se lo podría decir de todos modos, sin pareja, ni familia, ni siquiera una verdadera amistad, por pequeña que fuese—. Si tuviera algo más de dinero o alguien a quien pedírsela pondría en el baño una güebcam, a ver qué pasa, pero de momento no se me ha ocurrido otra cosa que volver a tirar de nuevo el albornoz al contenedor, comprar otro, el más barato que encuentre, pero en esta ocasión de color marrón oscuro, aunque me gustan azules, lo más parecido posible al de la mierda, para que la disimule.

La tarde v1.3

La tarde colmada de fragancias.
Las rosas a comienzos del verano.
La luz quieta
dorada y turbia
perfeccionando las piedras
los insectos y las hojas.
El calor herido por la sombra multiforme.
El aire cruzado de sonidos
deliberadamente resueltos en su trayectoria.
La venida del pájaro a la rama.
Silenciosa.
La alerta del gato en mitad de su siesta.
Silenciosa.
La araña en fuga.
Silenciosa.
El sangrar atroz
estridente y cauteloso
de la puesta de sol en la llanura.
Las voces limpias en el aire
acarreadas por el viento
apagándose en el laberinto ardiente de la calle.
Los frutos abultados
verdes y maduros
cercados por los huertos.
Los árboles frutales cargados de regalos.
Los troncos caídos
los regueros inquietos y musicales
los juncos alborotados pero erguidos.
Los puentes improvisados
cruzados y descruzados por donde ya no existen.
Los niños y quizá también las niñas.
Los abuelos y por supuesto las abuelas.
La forma astuta e irreversible
con que la memoria los devuelve a los sentidos
para que haya que cantarlos para siempre.

Cena con mamá

No le apetecía cenar lo más mínimo y menos aún desplazarse para pasar la Nochebuena con su madre, a pesar de que lo había meditado y decidido y había quedado con ella en eso hacía ya tres días y ella se había mostrado de acuerdo, sin poner ningún reparo, lo que se le hizo un poco extraño al principio, así que se levantó del sofá, entró en la cocina, abrió la puerta que daba a la terraza y cogió una botella de champán helada por el invierno, agarró una copa de flauta del estante de los vasos y las copas, abrió la botella haciendo malabares sin soltar la copa mientras tanto, agarró la botella por el cuello con una consistente tenaza que no podía evitar un ligero balanceo y se sirvió una copa llena de espuma allí mismo, derramando parte del champán sobre el suelo de la cocina, que se bebió de un solo trago y sin saborear hasta el final. A mi salud, dijo en voz alta. Entonces decidió calmarse, hacer las cosas de otra manera, y se llevó la copa y la botella en una bandeja, junto con un pequeño recipiente donde había volcado un bote de su marca favorita de aceitunas, hasta el salón. Y se volvió a tumbar en el sofá. Cuando se quiso dar cuenta eran más de las ocho, el teléfono rebosaba de mensajes de su madre preguntándole a qué hora tenía pensado aparecer, en orden creciente de urgencia, ansiedad e impertinencia, y aún le quedaba el resto de la botella por beberse, como era su idea. Alexa, pon música, dijo como si estuviera hablando solo. Vale, dijo la voz de mujer a su izquierda como si hubiera otra persona en la habitación. Al momento sonaba Wes Montgomery y él se incorporó hasta sentarse. Se sirvió una, dos, tres copas y se las bebió de un solo trago cada una. Al terminar la tercera pensó en beber lo que quedaba directamente de la botella, pero decidió que era mejor no hacerlo y la soltó sobre la bandeja. Se levantó y bajó todas las persianas de la casa hasta que creyó imposible que las atravesara ni el más fino rayo de la sucia oscuridad empapada por la luz de las farolas de la calle. Su ánimo mejoró lo suficiente como para cambiarse de ropa, buscar unos zapatos no demasiado viejos ni demasiado sucios y lavarse la cara. Se perfumó y casi en el último momento decidió ponerse el jersey de lana que le había hecho su madre años un buen montón de años antes. Tenía un par de agujeros en la parte delantera, por encima de la cintura, causados por la polilla, pero afortunadamente imposibles de distinguir entre los motivos geométricos que dibujaban las lanas. Volvió al salón, agarró la botella por el cuello nuevamente y se bebió lo que quedaba con los ojos cerrados, sin importarle que ya estuviese a temperatura ambiente y la posó, esta vez por fin vacía, sobre la mesa. Ya recojo todo esto mañana por la mañana, cuando me levante, se justificó ante sí mismo.

En ese momento empezó a sonar el teléfono, lo miró con curiosidad pero se encontró con un número demasiado largo para que se tratase de una llamada que le interesase responder, así que dejó que sonara hasta que colgaron la llamada. Una. Llamaron otra vez. Dos. Luego tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez y así hasta once veces. Entonces doce, trece, catorce. Siguió mirando el teléfono cada vez más incrédulo mientras se repetían las llamadas del mismo número. Quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho y diecinueve veces en total. Luego, por fin dejaron de llamar. Habían pasado aproximadamente trece minutos, dedujo por la diferencia de hora entre la primera y la última de las llamadas perdidas. Suspiró. Luego navegó por los menús hasta que consiguió bloquear ese número, por si volvían a llamarle con tanta insistencia. En ese momento llamaron al timbre, le sobresaltó, vivía solo, no recibía visitas, no esperaba visitas. Amazon, traigo un paquete, dime tu deneí y te lo mando por el ascensor, le espetó el chico enmascarado que apareció en la pequeña pantalla del portero automático al responder. Se lo dijo. Vale, ábreme. Le abrió. En ese momento Alexa emitió el sonido característico de las notificaciones de entrega. Vaya horas, Alexa, vaya horas, le dijo. Perdona, pero no he podido, comenzó a decir Alexa, alertada al registrar su nombre. Alexa, para, dijo él secamente y con un innecesario tono autoritario que ella iba a obedecer de todos modos. Alexa se calló y continuó con la música. Entonces él se apresuró a ponerse la mascarilla y abrió la puerta de casa, teniendo cuidado de que no se le cerrara estando fuera, sin llaves, y permaneció en el rellano hasta que se abrieron las puertas del ascensor y un minúsculo paquete depositado en el suelo captó su atención. Lo recogió, lo dejó en el salón, sobre un arca decorativa que procedía de tiempos de su bisabuelo y fue a lavarse las manos. Se secó, se aplicó el gel hidroalcólico, se limpió los restos con un pedazo de papel de cocina que depositó pulcramente dentro del cubo de la basura y se quedó parado, pensando, quieto, esta vez en mitad de la cocina. Coger la comida. Se había comprometido a ser él el que llevase la comida a casa de su madre esta noche, porque los últimos años, ella, que hasta hacía aún no demasiado tiempo había sido una buena cocinera, había empezado a guisar de una forma descuidada y sospechosa. Así que sacó la comida del frigorífico, que no era demasiada porque solo eran ellos dos a cenar y su madre comía más bien poco, había de sobra, y la empaquetó cuidadosamente para que no se abriesen los tapers durante el trayecto en coche hasta la otra punta de la ciudad.

Doce

Una.

Dulce y que explota como una explosión. ¿Dulce? Dulce. Y que explota. Como una explosión que estás a mi lado.

Dos.

Tus ojos son meteóricos y, por tanto, vertiginosos y cargados de augurio. Su avance imparable sigue imparable. Después de tantos años. Después de tantas cosas. Después de tanto yo. Tú después de todo, imparable. Te espero después de mí.

Tres.

Son uvas tan grandes como las que siempre me han hecho hacerte reír. El bocado se me satura y tú vas empachada de sonrisa.

Cuatro.

En la noche. En el balcón. En la temperatura. En el perfume. En el peso. En los movimientos. En la edad.

Cinco.

«Por el culo te la hinco.»

Seis.

Y toses porque te atragantas. Y tus lágrimas porque te cuesta respirar. Y me maldices porque me ríes todas las gracias deliberadas. Soy torpe por y para ti, cuando puedo. Cuando puedo.

Siete.

Recuperemos juntos las uvas perdidas para llegar a un tiempo. Los dos juntos. Por todo el sentido. Ambos a la vez. Seamos serios en este instante. Vamos. Sí, vamos.

Ocho.

Me lo callo. He decidido que se me acabaron las rimas cortas con las que te trastorno. Qué belleza tan idiota la que flamea en la pantalla del móvil. La puerta del sol. Toda esa gente borboteando. Los presentadores: el presentador y la presentadora. En un corral hay cerdos y gallinas. Se me cuela el enunciado de aquel socorrido problema para plantear la ecuación pero nada más que esas primeras palabras.

Nueve.

Mi número favorito. El 9 blanco en la camiseta del equipo de futbito del colegio. Impar y pase y gol. Curvo. Abierto y cerrado. O un círculo y un palo. Un palo pegado a un círculo. A la luz del champán de la cena lo tiene todo. Todo. Y mañana, seguro, volverá a quedar en nada. En nueve a secas. Mi número favorito.

Diez.

Me coges una uva de las mías. Cabrona. Mira que eres bruja. Has nacido para la brujería y ser amada. Y te la comes y ya está. Me retas. Tú eres mi uva y yo la tuya, lo entiendo. Todo esto pasa a una velocidad descontrolada en la que nuestros dos animales se sincronizan: la coges, te la comes, me miras, te miro, abro infinitos universos paralelos, me descarto de todos menos de este: quiero comerte de un bocado. Quiero comerte de un bocado las que te quedan pero tu mano es más rápida que la mía porque ya lo habías previsto. Ataque y contraataque. La leche que te dieron. Cabrona.

«Cabrona.»

Metes una de las tuyas en mi boca y no paras de acertar.

Once.

Once. Once ya. Una por cada mes de cada año, cada año, alentando la compañía y fortaleciendo nuestra insignificancia con la debilidad del amor. Cada año apartado del cinismo. Este. Otro. Ojalá el que decimos que viene, como si viniera, obligándolo a existir antes de tiempo. El tiempo no es antes ni después. Ni siquiera es tiempo, el tiempo.

Doce.

Voy por la once y media.

«Feliz año.»

Feliz año todos juntos: los idiotas en la tele que es el móvil y nosotros: tú y yo, tan idiotas como ellos: idiotas felices. Idiotas infelices que no tiran la toalla aunque durante el año que viene se queden sin cara para que siga ardiendo el fuego de la vida.

«Feliz año para mí también.»

La onda de choque v1.5

A las seis y cuarenta y cinco me levanto. No desayuno, me pongo directamente la ropa adecuada y salgo a correr.

Zapatillas gualapop, cortavientos zalando, el resto también onlain. Todos los días me llegan ofertas de los autlets por el feis y por el insta. Da trabajo.

Corro.

Llego como una moto, me ducho con agua bien caliente el mínimo tiempo posible. Meo en la ducha, así le ahorro al planeta una cisterna.

«Alexa, pon música.»

«Vale.»

El pan de proteínas, los aguacates, el resto. Cuando me queda bien presentado y apetitoso como hoy foto y a las estoris.

Ahora sí, tengo que pillar unas botas para este invierno, así que miro, miro, miro y miro. Y luego sigo mirando porque la cantidad de botas que me encuentro es un número transfinito. Cuando tengo una elegida aparece otra más barata. O más cara, pero mucho más bonita.

Estoy tan liada que pierdo la noción del tiempo.

Trabajo por la tarde, de qué no importa. Es asunto mío y yo cuido mucho de mi privacidad. Cuido mucho de mí, en general. Todo lo que puedo, al final del día solo te tienes a ti misma, y durante el resto también, así que a ello y a ser valiente.

Alexa me avisa de una notificación nueva, en el correo tengo varios mensajes. Los circulitos rojos se deben estar multiplicando como células tumorales por allí debajo y las notificaciones, que tengo completamente desactivadas, ocuparán ya medio Quijote. Luego, luego, ¡luego!

Me encantan los vídeos de jasquis, ¡son tan listos! Uno, otro, otro, no me canso nunca. Son adorables, como los gatos, los zorritos, los erizos, los periquitos. Me compraría un perro pequeño, un pomerania, pero son muy caros y además mis padres no me dejan. Este apartamento donde vivo es suyo y han dicho que nanai.

Llaman abajo, es el de correos exprés, me deja el paquete en el ascensor. Ya ni pregunta. Me pongo el pantalón del pijama al menos, estoy en bragas y hay vecinos. No mola.

Salgo al rellano con la mascarilla puesta, ya no sé ni por qué ola vamos. No me he vacunado, me da miedo. Hago el mínimo de vida social, extremo las precauciones y punto. ¿Quién es nadie para obligarme? No soy antivacunas, los antivacunas me parecen unos gilipollas, pero no quiero que me salga un trombo y palmarla. Hasta en la tele han salido casos así. No es no y hay que respetar la libertad de los demás.

Paquete de ámazon: unos calcetines estampados con gatitos que me pedí. Son una monada, no me pude resistir.

Entro en el chat del feis, «¿has visto esto?», me dice la gente. «No, no lo he visto», así que toco el enlace y lo abro y mejor que no lo hubiera hecho.

Al principio creo que se trata de una noticia falsa de esas que están hechas a propósito para llamar la atención y que piques en ellas. Resulta que no, que es verdad. No puede ser una mentira, se dan demasiados detalles y aparece mucha gente. Hay nombres, sitios que yo conozco, personas de carne y hueso. A mí ya no me la dan ni con queso de soja.

Las fotos son horribles. Horribles. No se me van de la cabeza. Un pobre perro, un mastín. Apaleado, con un tiro en la cabeza y abandonado en mitad del campo. Y vivo, de milagro pero vivo. Alguien se lo ha encontrado, ha hecho las fotos y ha subido la historia. La gente reacciona y la noticia se llena de comentarios, yo también dejo uno. La indignación me ciega aunque no deba. Debo pensar en positivo.

«Porque somos lo que pensamos.»

La persona que se lo ha encontrado lo ha recogido y se lo ha llevado a una clínica veterinaria pero los gastos son caros, explica. Hay que hacerle radiografías, hay que operarle. Dios mío, qué sufrimiento el del pobre animal. ¿Pero cómo puede haber personas así en el mundo? Si es capaz de hacerle eso a un perro es que es capaz de hacérselo a un ser humano. Yo lo mataba, lo tengo claro. Lo enterraba vivo, para que aprendiera. Para que aprendan todos esos a los que se les ocurren estas porquerías. Así sabrían lo que les espera, en lugar de una simple multa.

Sin embargo también hay gente muy buena, hay gente que ha dicho que va a correr con los gastos hasta que el perro se cure. Pobrecillo, menudo trauma le va a quedar.

Dejo el teléfono que casi no tengo tiempo ya ni para comer.

Salgo volando para el trabajo.

Chao.

Hoy tuve yoga y menos mal, aún así estoy que echo humo. Pinta mal lo del mastín, pinta mal, no sé cómo acabará la cosa. El pobre perro está fatal y la gente está muy cabreada y con razón. Si es que seguro que alguien sabe quién es, la gente así no sale de la nada. Se habrá pasado la vida pegando al perro delante de todos. Seguro que es un indeseable, un psicópata que ha tenido que haber hecho la vida imposible a cualquiera que haya tenido la mala suerte de caer a su lado. ¡Ay si me lo dejaran a mí!

He quedado con mis amigas para salir a tomar unos vinos. Pero en terraza, que si no yo paso. A ver si me relajo.

Chao.

El perro se ha muerto, han tenido que sedarlo. Se me saltan las lágrimas solo de pensar todo lo que ha sufrido el pobre bicho y al final para nada. En los comentarios de la noticia se pide la cabeza de ese desalmado. Hay que terminar con este maltrato despiadado a los animales indefensos. Alguien tiene que hacer algo. Tenemos que hacer algo.

«Yo tengo que hacer algo.»

Hoy he comprado unos guantes, un gorro y una bufanda. Me llegan la semana que viene. Pronto empieza el frío, así que bien.

Me despierta el reloj, está vibrando, creí que había quitado todas las notificaciones.

«Mierda.»

Es un ese-eme-ese, qué raro, si ya nadie los usa. A ver.

Dice estop maltrato animal, lo encontramos y luego un enlace. ¿Qué han encontrado? ¿A quién? No entiendo. Casi sin darme cuenta he tocado el enlace, se abre el navegador pero se queda ahí con la página en blanco, no carga. Cerrar. Qué alivio, no ha pasado nada. Por un momento pensé que podía ser un timo o algo así. A una amiga mía le estaban sacando pequeñas cantidades de la cuenta, menos mal que le avisó el banco y le devolvieron el dinero.

Voy a prepararme un té bio de los de absoluto placer para quitarme este muermo de encima.

Utilizo el portátil cada vez menos pero me he pasado media mañana haciendo gestiones y en el móvil todavía no me fío. Tengo varios correos sin leer desde anoche, antes de quedarme dormida, supongo que será publicidad de las tiendas en las que compro, códigos de descuento, ofertas de lanzamiento y eso.

«Por fin lo tenemos», dice el asunto del que está encima del resto. ¿Lo tenemos?

«Clic

Hay varias fotos de un individuo muy feo y con una cara de asqueroso que te mueres. ¡Qué fuerte, no me lo puedo creer! ¡Es él! Es «mataperros». Alguien lo ha encontrado. Flipante.

Nombre completo, dirección, viene todo. Incluso hay una foto en la que sale con el perro como si tal cosa, en el jardín de una casa de pueblo. Se ven las montañas al fondo, creo que sé dónde están. Es un pueblo aquí al lado. Por ahí pasa el tren de la feve.

¿Quién me lo habrá enviado? ¿Y por qué? La dirección de correo del remitente es muy rara. Contesto a ver. Nada, error. Esa dirección de correo no existe.

«Pues sí.»

¿Y para qué me lo manda? Yo a ese tío no le conozco de nada. Esto hay que pensarlo bien.

Los correos me han estado llegando toda la semana, y la anterior. Y la anterior. Estoy alucinando. Son vídeos de anormales como el del mastín pegándoles palizas a sus animales. Me ponen enferma, no quiero verlos pero no puedo evitarlo tampoco. «Haz algo», se me exhorta en todos y cada uno de ellos. «Tienes que hacer algo, ¿vamos a dejar que esto siga pasando delante de nuestras narices sin que nadie mueva un dedo por ellos?» Y así. Se me hace insoportable.

«¿Pero qué quiere esta gente que haga yo? Yo no soy nadie.»

Supongo que ya sé por qué me está llegando a mí toda esta metralla. Este cabrón que le pegó el tiro al perro vive en el barrio, relativamente cerca de mi casa. Seguro que nos habremos cruzado mil veces por la calle. Qué asco me da solo de pensarlo. Valiente hijo de puta. Aunque su madre no tiene la culpa, la pobre mujer. Bueno sí, pero no. El cabrón es él. Un machirulo cabrón de los que hay que exterminar hasta que no quede ni uno solo.

«Si tú supieras.»

Me paso las noches en vela. No sueño más que con animales que explotan delante de mí o burradas similares. Que atropello perros y gatos y ratas y escucho claramente el crujir de sus huesos amortiguándose con las tripas que revientan. Y con su cara, con la cara del tío. Que más cara de cabrón no se puede tener.

He revisado los comentarios desde la última vez: todo el mundo le odia. Estoy por denunciarlo a la cuenta de tuíter de la policía. No. Para qué. Nunca hacen nada. Con cobrar el sueldo ya tienen bastante. Y si por casualidad lo detienen luego va el juez y lo pone otra vez en la calle, para que siga torturando y matando. Como los violadores y los asesinos. Estoy hasta los ovarios de quedarme de brazos cruzados y que se de por sentado que, por ser mujer, me voy a quedar callada y sin dar que decir. Como mi madre y mi abuela.

«Tenéis el mundo hecho una mierda y no movéis un puto dedo para cambiarlo. Paternalistas de mierda.»

Spotify: HBO Girls Soundtrack. Tengo que subir la moral a tope.

Anoche ni me acosté, me puse en netflis desde que llegué a casa y cuando amaneció tenía los ojos como platos pero las ideas mucho más claras. Estuve viendo todas las series documentales de psicópatas que me dio tiempo. Sobre todo Estados Unidos está lleno de esta gentuza.

«Netflis, te debo una.»

Necesito dormir. Quiero dormir. No puedo dormir. No quiero dormir. Los correos siguen llegando. Me da asco la comida. Cierro los ojos y veo al perro aullando sin defenderse del animal mientras lo mata. Siento la indiferencia con la que le dispara en la cabeza. Una ejecución. Bloqueo al remitente etiquetándolo como espam pero siguen llegando todas esas crueldades que alguien ha estado grabando. Yo no pinto nada. Hay mucha gente en las ucis. Esta ola de la pandemia es la peor. No quiero hablar con nadie. No puedo mirar a la cara ni a la gente conocida. Son todos unos egoístas. Nadie mira por nadie. Hablan mucho y no dicen nada. Pero se ponen de acuerdo. Me ignoran, cada vez me doy más cuenta de ello. Pasan de mí pero no me lo dicen. Al contrario, se ríen de mí a la puta cara. A la puta cara. A la.

«Ya está hecho, no hay vuelta atrás.»

Le metí el cuchillo grande de ikea tres veces en la barriga, para que aprenda. No dijo ni pío. Se quedó tirado en el suelo, sangrando, con los ojos como platos, en estado de choque, yo creo que agonizando. Cerré la puerta y salí escopetada.

Pensé que vomitaría pero no. Es una tontería. «Cosas de película», decía mi abuela.

Nadie me ha visto, nadie nos puede relacionar, no nos conocemos. El cuchillo se lava, la ropa se vende en vinted o se tira en un contenedor cuatro calles más allá. La mente me va a mil por hora. No he tocado nada. En caso de que no palme él no me ha visto la cara, con la capucha y la mascarilla puestas. Si se muere mejor.

«Si me pillan me la cargo. Si me pillan me la cargo. Si me pillan me la cargo.» Tranqui, Paula.

¿Qué? Me quedé dormida, ¡al fin! Me masturbo. Me corro. Me voy encontrando un poco mejor, como desahogada. Vuelve la preocupación. Si ha pedido auxilio o lo han encontrado allí tirado no lo sé, no se han escuchado las sirenas de la policía ni de la ambulancia.

Enciendo el ordenador, abro el correo, vuelve a estar atestado pero echo en falta los mensajes misteriosos que me han estado llegando sin parar todo este tiempo. No están por ningún lado. Han desaparecido. Ni en la papelera, ni en espam, ni por ningún sitio. Todo esto es muy raro. Me llevo la mano a la cara, inconscientemente huelo mis dedos: orina. Me he estado tocando el coño sin darme ni cuenta. Bajo las bragas hasta que salen por los pies. Me vuelvo a masturbar sin pensar en nadie al comienzo, concentrada solo en la física que provoca el orgasmo. Luego aparecen las imágenes ellas solas. La fantasía es que me ahorcan desnuda, en una plaza llena de gente, todos mirando y yo me meo encima, se me rompe el cuello y me muero. Mi cadáver queda colgado como una cosa. El orgasmo es corto pero muy agudo.

Así, de pronto, me pongo a llorar como una loca.

El ordenador se queda sin batería y me apago llorando hasta quedarme dormida en el sofá, desnuda de cintura para abajo y con las gafas puestas.

Han pasado varios días, no sabría decir ni cuántos. Tampoco muchos. Mido mal el tiempo y paso la mayor parte de las horas adormilada. Estoy tan confundida que ya no sé si lo he vivido o lo he soñado. ¿De verdad que yo he matado a una persona?

Luego aparece la noticia y su eco multiplicado un millón de veces llega hasta mi rúter: cientos de muertos, miles de heridos. Hombres y mujeres. Una operación a gran escala de anónimusfem. Siguen apareciendo nuevas víctimas por todo el mundo.

Una chica muy delgada y con una máscara de Frida Kahlo reivindica la acción en un vídeo de yutub enlazado en una cuenta de tuíter que ya ha sido dada de baja. Está por todas partes. Lo puede ver cualquiera. Yo lo veo. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, pierdo la cuenta de las veces. Lo quiero ver hasta que se haga mentira y desaparezca. No pasa.

Paso todo el tiempo conectada. Meo conectada, hago de vientre conectada y no como salvo muy de vez en cuando, también conectada, por supuesto. Por todas partes se habla de noticias falsas, de correos electrónicos incitando a la violencia y de asesinos y asesinados seleccionados igualmente mediante análisis de datos. De perfiles personales y de manipulación a un nivel sin precedentes. De personas inocentes agredidas o ajusticiadas sin motivo, falsamente acusadas. Escogidas deliberadamente por no encajar en la idea colectiva de normalidad. Por llevar puesta una cara de culpable. Se dice que solo fueron elegidos los más vulnerables, los más abandonados y solitarios. Todo minuciosamente planificado.

Salen imágenes de los grandes jerarcas de las redes sociales con gesto imperturbable, pidiendo disculpas de refilón y diciendo que en sus empresas siempre se han tomado muy en serio la privacidad y la seguridad de sus usuarios. Lo que han dicho siempre que les ha salpicado la mierda. «El mal siempre está al acecho», advierten a coro. «Todo esto se podía haber evitado», repiten los miembros más destacados del ciberactivismo mundial al ser entrevistados. Pero uno tras otro.

Todo el mundo está consternado. Se pronuncia una palabra prohibida: derrota.

Se revelan identidades, se detiene a culpables que se declaran inocentes inmediatamente. Se analizan las circunstancias. Se despierta el morbo. Se enfrentan las opiniones. Aparecen nuevas palabras para calificar y descalificar. La fractura inmensa levanta una onda de choque que barre la superficie del planeta varias veces al día en cualquier dirección. Que se va reforzando a cada nueva vuelta y cada vez arrastra a más y más gente. Hasta que ya no quede nadie por explotar.

¿A quién hago caso? ¿En qué creo?

«¿Qué es real? ¿Qué es lo real? ¿Mi vida? ¿Mi vida es real? ¿Qué vida? ¿Esta vida? ¿Esta puta vida?»

Entre las fotos de las víctimas que circulan por ahí encuentro la de «mataperros». Me pongo a temblar. Se me deshincha el pecho de golpe. El quejido rebota contra las paredes y me golpea. Lloro. Maldigo.

Estoy partida por la mitad.

El teléfono se despierta: el sonido de una notificación mientras vibra encima de la mesa. Yo lo había puesto en modo silencio hace meses para que no me volviese loca a cada segundo, estoy segura, ¿pero aquí qué pasa?

Lo cojo.

El aviso es de un correo entrante. El reconocimiento facial desbloquea la pantalla, toco, la animación fluye y el mensaje se despliega.